Aporte de Francisco Zamora
Una vez que los hermanos Fernández García de la Mata mayores, junto con Guadalupe García de la Mata crecen, se integran a la fuerza laboral en pro de la familia. Adela, por ejemplo, se vuelve partera en el Hospital Español, y Margarita y Guadalupe ponen un negocio, y con la buena presencia de que gozaban y al hecho de que eran bien educadas, me imagino que recibían un trato especial entre los comerciantes.
Durante ese tiempo, en que los hermanos mayores se iban a trabajar, Rosario mi abuela, la hermana de en medio, se quedaba al frente de la casa, cuidando de los hermanos menores. Imagino que viendo que en la casa todo estuviera en orden, así transcurre la vida, los mayores trabajando, y los chicos creciendo y estudiando, hasta que todos tienen la edad suficiente para trabajar. No se el tiempo, ni el momento en que los hermanos deciden fundar una fábrica de hilo.
Posterior a esto, todos se casan, y forman sus familias, tal como aparece en el árbol genealógico, y lo que continúan son solamente anécdotas de muchos de ellos, que seguramente ustedes conocen mejor que yo.
Una que recuerdo, que me fue contada hace poco por Cristina Pelayo, es que Jacoba acostumbraba vestirse con un hábito de Carmelita, y que un día que se puso el hábito más viejo y raido que tenía para ir a misa, como lo hacía siempre por las mañanas, pero ese día llegó a la iglesia antes de que abriera, y estando fuera del templo, pasó una señora bien intencionada, que le dio unas monedas como limosna, pero, para desgracia de Jacoba, ese día la tía Pita salió más temprano que de costumbre a trabajar, y desde lejos vió como le daban las monedas a su madre y, ella las aceptaba, y con el genio que tenía, imagínense el escándalo que le armó a su mamá, y al mismo tiempo le explicaba a la caritativa señora que a su madre no le hacía falta nada.
Jacoba, aún siendo la madre de la tía Pita, siempre fue diferente a los Fernández García de la Mata. Cuando ya vivían en la calle de Anaxágoras con la tía Mela y Cristina Pelayo, me acuerdo bien que en la planta baja le hicieron una habitación, que tenía una mini-cocina, porque a ella no le agradaba comer lo que se preparaba en la casa de la tía Mela, y prefería prepararse sus propios alimentos. Entrar a esa recámara era toda una experiencia, imaginen, una viejita de hábito, en un lugar oscuro, y rodeada de olores a comida.
La tía Pita, para mí, era una tía que no llegué bien a bien a comprender, ya que tenía un carácter muy fuerte, y cuando ella hablaba, todo el mundo escuchaba, fuese quien fuese. Además, era extremadamente dura en el trato para algunas personas, sin embargo, tenía muy buenos detalles, cuando menos conmigo era una persona extraordinariamente amable y cariñosa, pues muchas veces que íbamos de visita, al pasarla a saludar a su recámara (trámite insalvable e ineludible), sacaba, o nos pedía que sacáramos unos tanatitos llenos de monedas de plata (Hidalgos, Cuauhtémoc, Pesetas de balancita, etc.), y nos regalaba una o varias monedas, de acuerdo a su preferencia.
Otro detalle de la tía Pita, era que tenía unas amigas que habían estudiando con ella en el Colegio Francés, y cuando iban de visita, desde el momento en que se saludaban, toda la conversación era en francés. La cocinera les tenía preparado café ó te, y algunas confituras. La mayoría de las veces que coincidíamos con las visitas, la tía Pita nos mandaba llamar, nos ofrecía algo, galletas, marrón glaces, turrones, etc., y, posterior a esto, más valía que desapareciéramos y no hiciéramos ruido, pues la tía Pita tenía visitas.
De mí tía Mela guardo gratísimos recuerdos, porque era una tía extraordinariamente amable y cariñosa. De niño, me encantaba acompañarla al “negocio”, ya que era toda una experiencia; desde entrar al edificio viejo, pero muy bonito, ver trabajar las máquinas con las que se hacían los conos de hilo y estar atrás del mostrador, para ver la venta y como se registraba, en una caja muy antigua, pero igual de bonita. Ya por la tarde-noche, acompañaba a la tía Mela, en su despacho, a hacer cuentas, separando los billetes por denominación y poniendo la morralla en unos saquitos de lona. Recuerdo bien ese despacho, con un escritorio enorme, pero lo que más me gustaba, era el baño, que era muy grande, con una tina con patas en forma de garras de león, y unas llaves de agua muy antiguas. A la hora de cerrar el negocio, empezaba el show de las mil cerraduras, y la ratificación de que estas estuvieran bien cerradas, para luego bajar cargando una buena cantidad de dinero, en billetes y monedas (¡que como pesaban!), en donde ya nos esperaba un taxi, para llevarnos a su casa a cenar.
Me cuentan que la tía Pita tuvo muchos pretendientes, de buena posición económica, pero con ninguno de ellos formalizó. Sin embargo, no se donde, ni cuando, conoció a Don Francisco Mercadé, español radicado en México, y el que fuera su eterno enamorado. El “Padrino Paco”, como se le conocía en el argot familiar (solo fue padrino de Cristina Pelayo y de Rubén Zamora, mi hermano). Era un mecánico de la fábrica de Colchones América, sin embargo, mí tía Pita le vió algo, y en su casa se le trataba de una manera muy especial. A que me refiero con especial, según recuerdo, el Padrino Paco llegaba todas las tardes a ver a la tía Pita, y dejaba su sombrero en el ante-comedor, (hoy, retrospectivamente, me acuerdo de un sombrero viejo, todo mugroso, que mí hermano y yo no pocas veces nos pusimos) y entraba a saludar a la tía Pita, y en ese momento, todo el mundo tranquilo, y pobre de aquel que se atreviera a interrumpir su conversación, (quien fuese), mientras ellos platicaban, las más de las veces nos daban de cenar, o cenábamos con mi abuela Rosario, mi tía Mela, mí tía Carmen Zermann “Carmina”, lo que hubiese quedado de la hora de la comida, o algo realmente sencillo, porque la cocinera, seguía guisando a esa hora.
Y lo que a mí me llamaba la atención, es que mí abuela Rosario y mí tía Carmina nunca lo hacían en la tarde-noche. Una vez que el Padrino Paco y la tía Pita iban al comedor, todos, otra vez, desaparecíamos, para que el Padrino cenara, en compañía de la tía Pita. Al tiempo entendí, que al Padrino no se le ofrecía de cenar lo que había quedado de la comida, no, a él le preparaban su comida, todos los días, recién hecha, y al servirle su café y postre, la cocinera también desaparecía. Todo regresaba a la “normalidad”, hasta que el Padrino acompañaba a la tía Pita, a su recámara, para despedirse de ella. Posteriormente, ya se despedía de quienes estábamos en la casa.
Una vez que los hermanos Fernández García de la Mata mayores, junto con Guadalupe García de la Mata crecen, se integran a la fuerza laboral en pro de la familia. Adela, por ejemplo, se vuelve partera en el Hospital Español, y Margarita y Guadalupe ponen un negocio, y con la buena presencia de que gozaban y al hecho de que eran bien educadas, me imagino que recibían un trato especial entre los comerciantes.
Durante ese tiempo, en que los hermanos mayores se iban a trabajar, Rosario mi abuela, la hermana de en medio, se quedaba al frente de la casa, cuidando de los hermanos menores. Imagino que viendo que en la casa todo estuviera en orden, así transcurre la vida, los mayores trabajando, y los chicos creciendo y estudiando, hasta que todos tienen la edad suficiente para trabajar. No se el tiempo, ni el momento en que los hermanos deciden fundar una fábrica de hilo.
Posterior a esto, todos se casan, y forman sus familias, tal como aparece en el árbol genealógico, y lo que continúan son solamente anécdotas de muchos de ellos, que seguramente ustedes conocen mejor que yo.
Una que recuerdo, que me fue contada hace poco por Cristina Pelayo, es que Jacoba acostumbraba vestirse con un hábito de Carmelita, y que un día que se puso el hábito más viejo y raido que tenía para ir a misa, como lo hacía siempre por las mañanas, pero ese día llegó a la iglesia antes de que abriera, y estando fuera del templo, pasó una señora bien intencionada, que le dio unas monedas como limosna, pero, para desgracia de Jacoba, ese día la tía Pita salió más temprano que de costumbre a trabajar, y desde lejos vió como le daban las monedas a su madre y, ella las aceptaba, y con el genio que tenía, imagínense el escándalo que le armó a su mamá, y al mismo tiempo le explicaba a la caritativa señora que a su madre no le hacía falta nada.
Jacoba, aún siendo la madre de la tía Pita, siempre fue diferente a los Fernández García de la Mata. Cuando ya vivían en la calle de Anaxágoras con la tía Mela y Cristina Pelayo, me acuerdo bien que en la planta baja le hicieron una habitación, que tenía una mini-cocina, porque a ella no le agradaba comer lo que se preparaba en la casa de la tía Mela, y prefería prepararse sus propios alimentos. Entrar a esa recámara era toda una experiencia, imaginen, una viejita de hábito, en un lugar oscuro, y rodeada de olores a comida.
La tía Pita, para mí, era una tía que no llegué bien a bien a comprender, ya que tenía un carácter muy fuerte, y cuando ella hablaba, todo el mundo escuchaba, fuese quien fuese. Además, era extremadamente dura en el trato para algunas personas, sin embargo, tenía muy buenos detalles, cuando menos conmigo era una persona extraordinariamente amable y cariñosa, pues muchas veces que íbamos de visita, al pasarla a saludar a su recámara (trámite insalvable e ineludible), sacaba, o nos pedía que sacáramos unos tanatitos llenos de monedas de plata (Hidalgos, Cuauhtémoc, Pesetas de balancita, etc.), y nos regalaba una o varias monedas, de acuerdo a su preferencia.
Otro detalle de la tía Pita, era que tenía unas amigas que habían estudiando con ella en el Colegio Francés, y cuando iban de visita, desde el momento en que se saludaban, toda la conversación era en francés. La cocinera les tenía preparado café ó te, y algunas confituras. La mayoría de las veces que coincidíamos con las visitas, la tía Pita nos mandaba llamar, nos ofrecía algo, galletas, marrón glaces, turrones, etc., y, posterior a esto, más valía que desapareciéramos y no hiciéramos ruido, pues la tía Pita tenía visitas.
De mí tía Mela guardo gratísimos recuerdos, porque era una tía extraordinariamente amable y cariñosa. De niño, me encantaba acompañarla al “negocio”, ya que era toda una experiencia; desde entrar al edificio viejo, pero muy bonito, ver trabajar las máquinas con las que se hacían los conos de hilo y estar atrás del mostrador, para ver la venta y como se registraba, en una caja muy antigua, pero igual de bonita. Ya por la tarde-noche, acompañaba a la tía Mela, en su despacho, a hacer cuentas, separando los billetes por denominación y poniendo la morralla en unos saquitos de lona. Recuerdo bien ese despacho, con un escritorio enorme, pero lo que más me gustaba, era el baño, que era muy grande, con una tina con patas en forma de garras de león, y unas llaves de agua muy antiguas. A la hora de cerrar el negocio, empezaba el show de las mil cerraduras, y la ratificación de que estas estuvieran bien cerradas, para luego bajar cargando una buena cantidad de dinero, en billetes y monedas (¡que como pesaban!), en donde ya nos esperaba un taxi, para llevarnos a su casa a cenar.
Me cuentan que la tía Pita tuvo muchos pretendientes, de buena posición económica, pero con ninguno de ellos formalizó. Sin embargo, no se donde, ni cuando, conoció a Don Francisco Mercadé, español radicado en México, y el que fuera su eterno enamorado. El “Padrino Paco”, como se le conocía en el argot familiar (solo fue padrino de Cristina Pelayo y de Rubén Zamora, mi hermano). Era un mecánico de la fábrica de Colchones América, sin embargo, mí tía Pita le vió algo, y en su casa se le trataba de una manera muy especial. A que me refiero con especial, según recuerdo, el Padrino Paco llegaba todas las tardes a ver a la tía Pita, y dejaba su sombrero en el ante-comedor, (hoy, retrospectivamente, me acuerdo de un sombrero viejo, todo mugroso, que mí hermano y yo no pocas veces nos pusimos) y entraba a saludar a la tía Pita, y en ese momento, todo el mundo tranquilo, y pobre de aquel que se atreviera a interrumpir su conversación, (quien fuese), mientras ellos platicaban, las más de las veces nos daban de cenar, o cenábamos con mi abuela Rosario, mi tía Mela, mí tía Carmen Zermann “Carmina”, lo que hubiese quedado de la hora de la comida, o algo realmente sencillo, porque la cocinera, seguía guisando a esa hora.
Y lo que a mí me llamaba la atención, es que mí abuela Rosario y mí tía Carmina nunca lo hacían en la tarde-noche. Una vez que el Padrino Paco y la tía Pita iban al comedor, todos, otra vez, desaparecíamos, para que el Padrino cenara, en compañía de la tía Pita. Al tiempo entendí, que al Padrino no se le ofrecía de cenar lo que había quedado de la comida, no, a él le preparaban su comida, todos los días, recién hecha, y al servirle su café y postre, la cocinera también desaparecía. Todo regresaba a la “normalidad”, hasta que el Padrino acompañaba a la tía Pita, a su recámara, para despedirse de ella. Posteriormente, ya se despedía de quienes estábamos en la casa.
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